La necesidad de la Liturgia Tradicional para restaurar la cultura cristiana – Rubén Peretó Rivas
Nos honra poder publicar por primera vez en español, el texto completo de la disertación del Dr. Peretó Rivas, amigo de nuestra asociación, que tuvo lugar el 25 de octubre de 2019, en el Instituto Agustiniano de Roma, durante el V Encuentro Summorum Pontificum, organizado por la asociación Oremus-Paix Liturgique, previo a la peregrinación ad Petri Sedem.
Rubén Ángel Peretó Rivas, es doctor en Filosofía por la Pontificia Università San Tommaso d’Aquino (Angelicum) de Roma, y diplomado con el Diploma Europeo de Estudios Medievales. Se desempeña como profesor titular de Historia de la Filosofía Medieval en la Universidad Nacional de Cuyo (Mendoza) y es investigador principal del CONICET. Es, además, investigador invitado de las universidades de Oxford, de Notre Dame en Estados Unidos, y del Institut Catholique de París, y actual presidente del Centro Internacional de Estudios Litúrgicos.
Ha publicado numerosos trabajos académicos, en particular sobre Evagrio Póntico y la acedia en la vida espiritual, pero también sobre Pedro Lombardo, Alcuino, y sobre la difícil noción de la tolerancia. Es muy importante la suma de sus artículos y obras sobre la liturgia, en los que trata a esta como comunicación de la experiencia religiosa, también sobre el gesto litúrgico y su eficacia, etc. Su último libro se titula «El nacimiento de la cultura cristiana«. Córdoba: Lectio, 2021.
Liturgia y cultura cristiana
Todos habremos escuchado hablar –seguramente– del famoso “indulto de Agatha Christie”. Se trata de un permiso, o indulto, que concedió el papa Pablo VI en 1971 para que en Inglaterra y Gales se pudiera seguir celebrando la Misa Tradicional con algunas restricciones. Y lo hizo motivado por un pedido que le realizaron cincuenta y cinco personalidades de la cultura tan heterogéneas como Agatha Christie, que era anglicana, Graham Greene, católico, Yehudi Menuhin, judío o Jorge Luis Borges, agnóstico. La razón que los llevó a elaborar y firmar ese pedido al Romano Pontífice no se basaba, por cierto, en cuestiones religiosas, sino que se apelaba a la cultura. “El Rito [romano tradicional] pertenece a la cultura universal, tanto como a los hombres de Iglesia y a los cristianos formales”, decían, y llamaban la atención sobre “la apabullante responsabilidad en la que incurriría [la Santa Sede] en la historia del espíritu humano si se negara a permitir la subsistencia de la Misa Tradicional”. En pocas palabras, se señalaba que la misa es no solamente una cuestión que concierne a los dictámenes y designios del Sumo Pontífice o de algún dicasterio romano, sino que es, como las antiguas catedrales medievales, un monumento cultural que debe ser preservado. Así como a nadie en su sano juicio se le ocurriría “renovar” la catedral de Chartres colocándole un techo de vidrio o pintándola de rosado y verde, tampoco el Rito Tradicional de la Misa debería ser reformado según los gustos o modas del tiempo presente o del hombre contemporáneo. Hacerlo, según el espíritu de esa nota, sería cometer un imprescriptible crimen de lesa cultura. Y, más aún, sería arrogarse una autoridad que sólo se podría sostener si se consideraba al Romano Pontífice con poderes autocráticos con respecto a la misma Tradición. Y, si lo hiciera, cargaría sobre sus espaldas una enorme responsabilidad con respecto a las generaciones futuras.
He comenzado con esta referencia a un hecho que todos conocemos porque, si bien el Rito Romano Tradicional es un tesoro cultural de Occidente y, como tal, debe ser preservado, los católicos sabemos que las razones de su preservación son mucho más profundas. Sin embargo, la preocupación manifestada por el grupo de notorios y destacados hombres de cultura que firmaron la carta mencionada señala también un hecho sobre el que quiero detenerme en esta conferencia, y me refiero a las relaciones -estrechas relaciones-, entre liturgia y cultura, a punto tal, y es esto lo que deseo mostrar, que la reforma litúrgica promovida con posterioridad al Concilio Vaticano II y la creación del Novus Ordo Missae no fue más que la respuesta, complaciente y equivocada según mi opinión, al decadente mundo posmoderno o, mejor aun, “hipermoderno”. Consecuentemente, el problema de la reforma litúrgica no concierne solamente a la fe y a la Iglesia, sino a la cultura cristiana en general. Dicho de otro modo, la defensa de la Liturgia Tradicional se corresponde, necesariamente, con la defensa de la cultura cristiana. O, desde otra perspectiva aún, toda pretensión seria de restauración de la cultura cristiana, debe comenzar por la restauración de la Liturgia Romana Tradicional pues fue sobre ésta que se construyó aquella.
Escribía John Senior en su magnífico libro La restauración de la cultura cristiana, lo siguiente:
¿Qué es la cultura cristiana? Esencialmente la Misa. […] La Cristiandad, que el secularismo llama Civilización Occidental, es la Misa y todo el aparato que la protege y favorece. Toda la arquitectura, el arte, las instituciones políticas y sociales, toda la economía, las formas de vivir, de sentir y de pensar de los pueblos, su música y su literatura, todas estas realidades, cuando son buenas, son medios de favorecer y de proteger el santo sacrificio de la Misa.
Senior señala una realidad: la Santa Misa, la Liturgia o el culto son fundantes de nuestra cultura, o bien, nuestra cultura cristiana no se entiende sin la Misa pues fue ella en torno a la cual se construyó y se desarrolló la Cristiandad. Pero ¿no serán estas palabras de Senior sólo expresiones y ensueños poéticos? No lo creo. En todo caso, son el reflejo poético de una realidad histórica. Cuando Casiodoro, a mediados del siglo VI, luego de acompañar a Teodorico en el gobierno de buena parte de lo que había sido el Imperio Romano de Occidente, decide retirarse de la función pública y funda el particular monasterio de Vivarium, lo hace porque estaba convencido que debía no solamente conservar las obras literarias, históricas y filosóficas fundamentales del mundo occidental en peligro de perderse en manos de los bárbaros, sino también para enseñar a sus monjes a leer y escribir para que ellos hicieran lo mismo con sus semejantes a fin de poder celebrar y participar en la Liturgia, cantando los salmos y leyendo las palabras de las Escrituras. Y esta característica, la orientación de los saberes seculares a la Liturgia, la encontraremos a lo largo de toda la Alta Edad Media.
Una de las cristiandades más florecientes y fructíferas durante ese periodo histórico en que se desarrolló la cultura cristiana fue la irlandesa, el “lejano Occidente” del que hablaba Arnold Toynbee. Y nos relatan los historiadores que los poblados se comenzaron a construir en torno a los múltiples monasterios que allí surgieron tras la prédica de San Patricio, y cómo la Liturgia pasó a ser el centro de la vida de esos pequeños grupos humanos, con la Misa dominical como centro de la semana, celebrada en la pequeña iglesia que era insuficiente para albergar a todos los feligreses, que debían limitarse a atravesar el templo y reunirse fuera, al aire libre, en torno a grandes cruces de piedra que aún podemos observar en la verde campiña irlandesa, siguiendo los divinos oficios con el oído y el corazón. Ellos, como el resto de los cristianos de la Alta Edad Media dispersos en el territorio europeo, vivían para la Misa dominical que daba sentido a toda la semana.
A estos ejemplos históricos podríamos añadir muchos más, y no sería necesario retroceder tanto en el tiempo para comprobar que, efectivamente, la Liturgia constituía el centro de la vida de los poblados cristianos. Si miramos la literatura, y no necesariamente a escritores particularmente religiosos, descubriremos lo mismo. La novela Le cheval d’orgueil (El caballo de orgullo) de Pierre-Jakez Hélias, narra la vida en un pequeño pueblo bretón luego de la Primera Guerra Mundial, y allí se deja ver de qué manera la sencilla vida de los campesinos estaba reglada por la Liturgia, a pesar de las primeras incursiones del mundo moderno y marxista que comenzaba a amenazarlos. O bien, Por los caminos de Swann, el primer volumen de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, donde se relata la vida del autor cuando niño en el poblado campestre de Combray, y las prácticas litúrgicas diarias que allí seguía acompañando a sus tías.
Historia y literatura son unánimes en atestiguar el hecho de que la Misa y otros oficios litúrgicos como el rezo de vísperas o la adoración al Santísimo Sacramento, constituía no solamente el centro de la semana, sino el ritmo de la vida diaria. La cadencia de los días era marcada por las campanas de la iglesia que llamaban a la oración y a la alabanza en los oficios litúrgicos.
En los años previos a la Primera Guerra, se dio una interesante discusión entre un benedictino belga, dom Maurice Festugière, y un jesuita francés, el P. Jean-Joseph Navatel. Mientras que aquél señalaba el lugar central que ocupa el culto en la vida cristiana y su eficacia “misionera” en razón de su poder de conversión, éste insistía en que la Liturgia es solamente un aspecto social, florido y sensible, del dogma; una suerte de ceremonial de corte que se le rinde al Rey Celestial, del mismo modo que se ofrecía al rey de Francia un complicado aparato de pompas cortesanas en Versalles. La Liturgia tendría, según el jesuita, una función meramente decorativa. Afirmaba que sería mucho más efectivo para los hombres instruirlos racionalmente sobre el dogma de la fe, que invitarlos a asistir a una Misa solemne en la catedral de Notre Dame de París. Lo importante para la conversión y la vida cristiana, afirmaba, es el dogma racionalmente incorporado, mientras que las celebraciones litúrgicas no son más que los efluvios sensibles de esos silogismos. Con este criterio, entonces, los ritos del culto, al poseer un carácter tan secundario, podían ser cambiados y adaptados a los diversos tiempos y culturas según las autoridades pontificias lo consideraran conveniente. En definitiva, los protocolos de las cortes reales varían con frecuencia según los tiempos y los aires de cada siglo.
Esta posición no era privativa de este jesuita de Lyon, sino que era sostenida por buena parte del clero católico de la primera mitad del siglo XX. Y me pregunto si, inconscientemente en algunos casos, no es también sostenida por muchos sacerdotes y obispos de la actualidad, pues pareciera que así es dado los espectáculos que vemos. La Santa Misa, el acto de culto central de nuestra fe, ha sido convertido en una ocasión de encuentro social, perfectamente adaptable y fungible a las más diversas ocasiones, sea esta una boda, en la que se atenderán los deseos más disparatados de los novios, o una misa exequial de algún buen señor, cuyos hijos colocarán sobre el ataúd los objetos más queridos del difunto, mientras suena la que fue su canción preferida, sin importar el género musical al que pertenece; o incluso la misa in coena Domini del Jueves Santo, el acto central será el lavado de los pies –que era optativo y sin carácter litúrgico en el rito romano previo a la reforma de la Semana Santa de Pío XII– y, entonces, se buscará a la diversidad más diversa posible –varones, mujeres, cristianos, musulmanes, honestos, delincuentes– para las pedias abluciones, y todos quedarán satisfechos por la espectacular humildad que demuestra el celebrante lavando extremidades tan diversas. Como decía el entonces cardenal Ratzinger:
[la Liturgia posconciliar] se ha convertido en opaca y aburrida, debido a su gusto por lo banal y lo mediocre, a punto tal que produce escalofríos.
Pero, ¿es la Liturgia solamente un accesorio de la fe católica? Sabemos que la religión es un asunto vital, el más vital de todos para el hombre; es la religión la que le da sentido a su existencia. Sin ella, sin la fe sobrenatural que nos es transmitida en el bautismo y vivificada por los sacramentos, la vida humana desemboca irremediablemente en la desesperación y en el absurdo. Los filósofos de los últimos siglos se han ocupado diligentemente de hacérnoslo notar. Y es por eso que la experiencia religiosa no es una experiencia más de las múltiples que transcurrimos en esta vida, sino que es la experiencia de una vida que se ensambla conscientemente en el conjunto del cosmos, y que adquiere su lugar y su sentido en ese mismo cosmos. Frente a la inmensidad del universo que nos rodea, el hombre responde reconociendo su pequeñez frente a la grandeza de Dios. “Domine quid est homo quia innotuisti ei, aut filius hominis quia reputas eum?” (Señor, ¿qué es el hombre para que le conozcas, el hijo de hombre para que pienses en él? )
“El hombre es similar a un soplo; sus días son una sombra que pasa. Señor, inclina tu cielo y desciende; toca los montes y que echen humo; fulmina el rayo y desconciértalos” (Sal. 144, 3-6), cantaba el rey David. El hombre de todas las épocas y de todas las culturas ha experimentado, y no solamente conocido, la presencia del Dios que creó y que gobierna la majestad inconmensurable del universo, que nos maravilla, que nos sobrecoge pero que también nos aterra. Y este conocimiento experiencial es que el exige una liturgia, un rito que dé culto a ese Dios capaz de tocar los montes y fulminar el rayo.
Lamentablemente, el rito en el mundo moderno y también en la iglesia moderna, es concebido como algo artificial, que corre paralelamente a la vida; una suerte de complemento más o menos vistoso, y más o menos inútil y pasado de moda. Hoy estamos muy lejos de entender la acción ritual como una acción sobrenatural que se imbrica en los pliegues más profundos de la naturaleza humana y de su necesidad de relacionarse con el cosmos que la rodea y con Dios, el Creador. Y a esta actitud moderna, debemos añadir también el infaltable componente racionalista que nos ataca a los occidentales desde que Descartes comenzó a emitir sus “luces”. Los hombres de hoy queremos conocer todo racionalmente, con ideas claras y distintas, con silogismos perfectos, que se desprendan en recta línea de la premisa mayor, y aplicamos esta pretensión de conocimiento a la acción ritual. Entonces, si ésta se hace en otra lengua –el latín, por ejemplo–, debe ser descartada porque “no se entiende”; o bien, necesitamos que el sacerdote que celebra el rito sea más bien un showman preocupado porque sus fieles comprendan cada rito, para lo cual no se privan de nada, ni siquiera, en muchos casos, de bromas y comentarios que relajen el ambiente solemne que toda liturgia posee naturalmente, puesto que consideran no se condice con el carácter de adulto del hombre contemporáneo.
Sin embargo, el significado y el simbolismo del rito se capta más por la intuición que por la razón. Los primitivos irlandeses que los domingos se congregaban a las afueras de una pequeña iglesia de madera para apenas atisbar las ceremonias que allí se desarrollaban, o los campesinos de Bretaña que asistían a los oficios litúrgicos como nos relata la novela de Hélias, no entendían la lengua en la que celebraba el sacerdote y, con seguridad, habrían sido incapaces de explicar racionalmente el significado de las ceremonias que veían. Sin embargo, sabían en un sentido profundo qué es lo que allí estaba sucediendo. Seguramente no habrían sido capaces de explicarlo, pero en lo profundo de su corazón lo sabían, y ese conocimiento les llegaba por la intuición. Ellos intuían el misterio y la grandeza del sacrificio incruento que sus sacerdotes oficiaban diariamente.
El rito, la liturgia, no es una construcción puramente racional, confeccionada en laboratorios donde algunos sabios, denominados “liturgistas”, se reúnen periódicamente para ajustarla o enriquecerla según el vaivén de los años. El rito supera ampliamente esos límites y, por eso mismo, contrariamente a lo que afirmaba el jesuita Navatel, puede ser mucho más efectiva para la conversión de un hombre una Misa solemne que cien clases de catecismo, por la sencilla razón que la Liturgia solemne le permite captar de un modo intuitivo y pre-racional, el misterio de un Dios que ama a sus criaturas. Vendrá después la razón a dar razones de ese Dios, porque la fe busca ser entendida, como nos enseña San Agustín. Al decir de Henri Charlier, “Es necesario perder la ilusión de que la verdad puede comunicarse provechosamente sin el brillo que le es connatural y que se llama belleza”. Porque la Iglesia, en su misterio impenetrable de Esposa de Cristo, Señor –Kyrios– de la Gloria, tiene necesidad de una epifanía terrestre que sea accesible a todos, y será ésta la majestad de sus templos, el brillo de su liturgia y la dulzura de sus cantos. Pensemos qué ocurriría si, mientras un grupo de turistas asiáticos se encuentra visitando la catedral de Chartres, avanza en medio de ella procesionalmente un grupo de sacerdotes y ministros sagrados, revestidos con sus mejores ornamentos, dispuestos a cantar las vísperas solemnes. Los visitantes observarían en silencio, arrobados; la belleza les habría abierto sus puertas. Sin embargo, la Suma de teología de Santo Tomás de Aquino y la catedral de Chartres son arquitecturas contemporáneas y dicen la misma cosa. Pero ¿cuál de los turistas leería la Summa? Cómo no recordar aquí la conversión de Paul Claudel, durante las vísperas en Notre Dame de París, o de André Frossard, durante la adoración al Santísimo en una capilla del Barrio Latino de París, o incluso, el proceso de conversión de Pieter van der Meer de Walcheren durante su asistencia las ceremonias del convento de las benedictinas de la rue Monsieur de la misma ciudad. O referir a la obra En camino, de Joris-Karl Huysmans, en la que relata de qué modo la liturgia y el arte cristiano convirtieron su corazón.
Concebir, en cambio, al rito meramente como una construcción racional trae como consecuencia inmediata la concepción utilitarista de la liturgia. Nuevamente, la santa misa se convierte en la ocasión propicia para algo. Y ese algo puede ser recolectar dinero para los pobres, exhibir las pretendidas dotes oratorias del sacerdote celebrante, mostrar la apertura y corrección política de una comunidad o ser un evento más dentro de las celebraciones exequiales de un parroquiano. Lo cierto es que el rito no sirve; en este sentido, los católicos no vamos al service, como los protestantes, no tenemos servicios religiosos; tenemos la Santa Misa, que no es servicio sino que es, por nuestra parte, ofrenda y sacrificio del Hijo Eterno, de nosotros mismos y de toda la Creación al Padre, y por parte de Dios, el descorrer temporario del velo que nos impide ver en esta vida el Cielo, ese “lugar” donde reside la Divinidad y al cual estamos llamados también a habitar. Es servicio sólo en tanto que, como siervos, estamos obligados a esa ofrenda de alabanza hacia el Padre Celestial. La concepción racional y utilitarista de la liturgia termina anulándola; convirtiéndola en un medio más orientado a obtener una mera finalidad humana; una ocasión para el encuentro semanal de una pretendida comunidad parroquial, que raras veces es tal. La Liturgia pierde de esta manera su verticalidad, deja de ser el punto de encuentro entre el cielo y la tierra, para convertirse en un eslabón más de una cadena horizontal, destinada al fin inmanente de la fraternidad de una comunidad que “peregrina” en la parroquia de donde sea.
Se produce así una trivialización del rito, que es equiparado a una reunión de jóvenes de la parroquia o a una comida comunitaria. La Liturgia deja de ser la coronación de todas las fiestas humanas. Y esto es grave, como nos ha enseñado Pieper. La fiesta es una “tradición”, un traditum, en el sentido más estricto de este concepto: ha sido recibido de un origen que excede al hombre para transmitirlo sin merma, a fin de ser recibido y nuevamente transmitido. Sin embargo, las fiestas son imposibles si no las antecede la alabanza litúrgica, que es lo que constituye casi todo el contenido del culto cristiano. Es en esta fiesta litúrgica en la que el hombre puede encontrar como regalo una plenitud sobrehumana de la vida. Es ese el fruto verdadero e inmanente de las grandes fiestas.
Son varios los términos de que dispone el lenguaje para designar esta experiencia: renovación, transformación, restauración, rejuvenecimiento, renacimiento. Todos ellos expresan el mismo acontecimiento, que escapa a toda descripción esquemática, clara y distinta, como pretendería Descartes y todos sus discípulos. En la Liturgia, el tiempo huidizo se detiene . El desgaste incesante de la rutina diaria, es atajado por este “ahora sosegado”, en el que se muestra la realidad de lo eterno. Sustracción del aquí y ahora cotidianos. Las cosas de cada día se tornan sin notarlo paradisíacamente nuevas; el mundo está “como el primer día”. Es que el verdadero culto no tiene lugar “aquí”. “Sólo aparentemente acontece aquí y ahora…, cuando en realidad acontece más allá del tiempo y no en este eón sobre la tierra”, como decía Orígenes comentando al evangelio de San Juan. O lo que escribía San Atanasio en una de sus Cartas festales: “Para nosotros, los que vivimos aquí, son nuestras fiestas un acceso abierto a aquella vida”. En resumen, el hombre, al celebrar el culto a Dios en la Liturgia, supera las barreras de su existencia temporal de este mundo.
La eliminación de la fiesta litúrgica –y se la elimina banalizándola y convirtiéndola en una intrascendente reunión más– implica, por eso mismo y como decía Pieper, un “emparedamiento” del hombre en el ámbito cerrado de la actualidad, de este mundo pasajero, de este valle de lágrimas, de esta tierra de sombras.
De esta manera, la cultura cristiana se ve profundamente resentida. Los cristianos no somos una masa de creyentes, un grupo de católicos; somos un coro, nuestras fiestas son reuniones corales, y no meras aglomeraciones humanas. Y que sean corales implica no sólo que sean litúrgicas, ya que en la Liturgia todos somos parte del gran coro de los ángeles y de toda la Creación que se une para dar gloria a su Hacedor, sino también que poseemos un mismo y único corazón.
Aquí radica, creo yo, uno de los puntos más importantes de la imbricación entre liturgia y cultura cristiana. Afirmaba dom Festugière que la historia de la conversión de la mitad de Europa por los monjes benedictinos es, en uno de sus aspectos más originales, la historia de la acción social de un coro sobre un grupo de fieles. La Liturgia es una potente forma de apostolado, sobre todo como comunicadora de vida. Es, en ciertos casos, más eficaz y más efectiva que la predicación, pues ella es la mostración, la epifanía de la verdad del cristianismo. Sabemos que exempla trahunt, los ejemplos, muchas veces, arrastran más que las palabras. Claro que no significa esto asignar a la Liturgia una suerte de poderes mágicos, pues probablemente sería incapaz de vencer a los herejes o a la mala voluntad de los hombres; la Liturgia no refuta y tampoco prueba, como sí puede hacerlo un texto teológico –pensemos, por ejemplo, en la Suma de Teología de Santo Tomás de Aquino– pero, a veces, la belleza de la mostración de la divinidad, convence más que los razonamientos.
En ocasiones, y esto ciertamente es lo que ocurrió durante la evangelización de Europa por parte de los monjes, un pensamiento y una emoción comunes producen la unidad mental de un grupo humano y forman un alma colectiva. El canto del Gloria o del Te Deum, entonado por mil personas en una iglesia que se destaque por su belleza, predicará en ellos con más fuerza que el sermón de un cardenal, o de un Papa… Y esto responde a las características mismas de la psicología humana, que todos los pueblos supieron usar para sus actos cultuales: desde los thríambos griegos, que cantaban los ejércitos victoriosos cuando subían procesionalmente al templo para el sacrificio, o los triunfos que los legionarios romanos exclamaban más en honor de los dioses que del general triunfador. Escribía el cardenal Mercier que,
aunque pueda abusarse de la psicología de masas, su eficacia es evidente: los hombres reunidos en un mismo pensamiento religioso [o de otro tipo] beneficia al estado de ánimo de quienes integran ese grupo. La asociación multiplica las fuerzas y las capacidades de los individuos. Si lo pudiéramos expresar en una fórmula, diríamos que la suma de las emociones y aspiraciones que circulan en una asamblea no es igual a la suma de las emociones o aspiraciones individuales, sino un producto que engendra por su multiplicación los diversos factores que obran y actúan unos sobre otros, en las conciencias reunidas o asociadas.
(Festugière, 754)
La historia de la Iglesia nos demuestra, con numerosos ejemplos, esta verdad. Severo, obispo de Menorca en el siglo IV, relata el modo en el que los judíos de la isla fueron convertidos a la fe cristiana. Lo que sucedió allí durante ocho días luego de la llegada de las reliquias de San Esteban, en 418, fue un “asalto melifluo” a los sentidos. Severo explica que el encuentro de Teodoro, el jefe de la sinagoga local, con el melifluo canto de los monjes fue para él un encuentro terrorífico con el León, en referencia al León de la tribu de Judá,(Ap. 5.5), en otras palabras, un encuentro con Cristo. Por lo tanto, el dulce canto de los salmos lo condujo a la presencia de Cristo que, para un no creyente, es objeto de terror, una especie de “terror de lo bello” de Rilke:
Porque la belleza no es otra cosa que el comienzo del terror que apenas somos capaces de soportar, y nos sorprende, porque serenamente desdeña destruirnos.
Alternar oraciones y salmos, lo que es propio de la Liturgia, es una característica común de la salmodia monástica, practicada en los ejercicios ascéticos de los primeros cristianos quienes habitaban en las ciudades, y que fueron seguidos por los Padres del Desierto y por las comunidades occidentales como la de Marsella, descripta por Casiano. Si usaron esta práctica para forzar gradualmente, desgastar y vencer a las almas resistentes es una cuestión abierta a la discusión, pero no sería incompatible con el ideal monástico. Hay peores modos de ser persuadido que el ser asaltado con plegarias e himnos, y esto es lo interesante en la obra de Severo que comentamos. En su tratado, la Liturgia es descrita como uno de los medios a través de los cuales Dios actúa a fin de torcer, quebrar y golpear a las almas que se le resisten y, una vez subyugadas, sanarlas y rehacerlas. Esto es experimentado como maravillosa y asombrosamente dulce pero, para aquél que se resiste a la presencia de Dios, es también temible y terrorífico. La presencia de lo divino puede también ocasionar el deleite o el terror, o más bien, deleite y terror. Esta dulzura, en efecto, es maravillosa, una suerte de milagro, y esto se debe a la presencia de Dios cantando o, en el caso de los incrédulos, rugiendo. Es muy dulce, es bello, e inspira en aquellos que no la aceptan una terrorífica urgencia de huir. Pero para Severo, esta huida, como la huida de los israelita de Egipto, es más bien hacia –y no un escape de– la conversión. Esta dulzura es la presencia de Dios, que obra milagros en aquellos que la escuchan. Es parte del asalto multi-sensorial de Dios sobre todos los sentidos a fin de convertir a Él a las personas, y es a la vez dulce y terrorífico. Esto aparece en el canto de los salmos o himnos; en la iglesia y en las calles, por los monjes o por lo laicos, cristianos o judíos. Junto con la oración, puede vencer a la voluntad más resistente, es una expresión de la armonía del alma y puede unificar a aquellos que los cantan.
Nadie, en las comunidades cristianas del primer medioevo, cuestionaría la inherente dulzura de la liturgia, su poder para impresionar el alma, para afectar las emociones y para mover a quienes la escuchan a dar una respuesta. El libro IX de las Confesiones de San Agustín es un ejemplo notable de la compresión universal de la Liturgia como poseedora de un poder casi milagroso para calmar, curar, persuadir, unificar y enseñar, no a través de la razón, sino a través de la deleitación y del amor, o incluso, del terror, de la valentía, de la piedad o devoción, que inspira en aquellos que a ella asisten, escuchando o cantando. “Quantum flevi in hymnis et canticis tuis…”.
¡Cuánto lloré con tus himnos y tus cánticos, fuertemente conmovido con las voces de tu Iglesia, que dulcemente cantaba! Penetraban aquellas voces mis oídos y tu verdad se derretía en mi corazón, con lo cual se encendía el afecto de mi piedad y corrían mis lágrimas, y me iba bien con ellas.
Confesiones, Libro IX, 6
El alma se siente en presencia de un Visitante misterioso; se siente bajo su mirada amorosa, que le habla al oído. Y siempre, cuando el rito termina, esta alma tiene conciencia de estar más perdonada, más fuerte, con más celo por las cosas de Dios. El retorno de las mismas fiestas, de las mismas circunstancias del culto, de los mismos cantos, otorgan al alma, de año en año, de semana en semana, los gozos más íntimos. Amor y conocimiento progresan en conjunto.
Como muchos autores lo han advertido, la nuestra es la civilización de la acedia, es decir, vive inmersa en una suerte de pereza del corazón, que impide a los hombres habitar consigo mismos. No encuentran asilo en su propia casa y, por eso, necesitan del ruido ensordecedor del trabajo permanente, y buscan la continua diversión que les permita evadirse de la angustiante situación de ser un náufrago en medio de una tierra baldía:
¿Cuáles son las raíces que arraigan, qué ramas crecen en estos pétreos desperdicios? Oh hijo del hombre, no puedes decirlo ni adivinarlo; tú sólo conoces un montón de imágenes rotas, donde el sol bate, y el árbol muerto no cobija, el grillo no consuela y la piedra seca no da agua rumorosa. Sólo hay sombra bajo esta roca…
T.S. Elliot
Así lo expresaba T.S. Elliot en su poema. Y este permanente desasosiego impide en el hombre el ocio que exige la contemplación y, con ella, la fiesta litúrgica. Paradójicamente, el hombre contemporáneo que vive en continuas diversiones es incapaz de vivir una fiesta, y como no hay fiestas sin dioses, es incapaz de vivir la Liturgia.
Lo más trágico, lo más triste de todo, es que la Iglesia, que es la que podía constituir un remanso en esta corriente impetuosa en la que el mundo moderno nos arrastra, ha decidido que el diálogo con el mundo moderno es prioritario. Ya no es la ciudad que describía Tolkien, cuyos guardias podían recibirnos diciendo: “Alegraos de haberla encontrado, porque ante vosotros se alza la Ciudad de los Siete Nombres, donde todos los que luchan contra Melkor pueden encontrar consuelo”. A fin de hacerse aceptable al mundo contemporáneo, no solamente vació el dogma sino que vació también la Liturgia. Nos hemos quedado sin fiestas, nos hemos quedado sin culto, nos hemos quedado sin ritos. Sólo conocemos “un montón de imágenes rotas” de lo que fue nuestra religión y nuestra Liturgia. Quomodo sedet sola civitas!, se lamentaba el profeta Jeremías. Y Evelyn Waugh escribía:
Los constructores no sabían los usos a que descendería su obra; hicieron una mansión nueva con las piedras del castillo antiguo, año tras año, generación tras generación, la enriquecieron y extendieron; año tras año crecía la enorme cosecha de maderos en el parque; hasta que, con la helada repentina, llegó la era de Hooper; el lugar quedó en la desolación y el trabajo en la nada: Quomodo sedet sola civitas.
Para finalizar, y volviendo al tema central de esta conferencia, la defensa y restauración del Rito Romano Tradicional no es una cuestión que incumbe solamente a teólogos, a cristianos particularmente piadosos o a un grupo de estetas decadentistas. Nos incumbe a todos los católicos, porque se trata de una cuestión que sobrepasa lo estrictamente teológico, estético o devocional. E incumbe también a todos los que nos hallamos comprometidos con la cultura cristiana, porque la defensa del Rito Tradicional es una cuestión cultural que se hunde en la defensa de la cultura de Occidente. La voluntad de restaurar la cultura cristiana –e insisto en el término restaurar, aunque se me tilde, despectivamente quizás, de restauracionista– pasa necesariamente por la restauración del rito. Nuestra cultura se construyó sobre la Liturgia y sobre la sacralidad del rito. Mientras nuestras liturgias continúen desacralizadas y nuestros ritos reducidos a meros encuentros comunitarios y encerrados en su propia inmanencia, es ilusorio pensar seriamente en que el hombre occidental vuelva a ser lo que fue, en que la cultura cristiana vuelva a florecer, en que el Señor Jesús vuelva a ser reconocido en su realeza y divinidad por las sociedades.
Para conocer mas a nuestro expositor, queremos acompañar este texto con una entrevista que le hiciera Christian Marquant, presidente de la asociación francesa Paix Liturgique, en el marco de la 11a Peregrinación ad Petri Sedem, de 2022.
¿Por qué se siente vinculado a la Liturgia Tradicional?
Nací en Argentina, en una familia de origen español profundamente católica y conservadora. Durante la década de los 70, en la que asistía a la misa de Pablo VI en una atmósfera marcadamente progresista en el colegio de los Hermanos Maristas, pasaba horas en la biblioteca de mi abuelo hojeando antiguos misales y devocionarios. Me pregunté entonces, aun siendo niño, por qué esta misa, que nunca había visto pero que imaginaba bella, había sido abandonada.
Ya como joven, a fines de los años 80, pude asistir a la primera Misa Tradicional, en el Rito Dominico, celebrado por un fraile piadoso, en un lugar escondido y después de que quienes asistimos hubiéramos jurado guardar el secreto. Ése era el ambiente.
Poco después, comencé mis estudios en Europa, lo que me permitió frecuentar en forma regular la Misa Tradicional y profundizar mi comprensión de sus inmensas riquezas y, al mismo tiempo, percibir la necesidad de que este tesoro fuera conocido por todos los católicos.
Mis estudios de filosofía medieval y de patrística me ayudaron a comprender todavía mejor el tesoro de la Misa Tradicional, su profundidad teológica, su capacidad para transmitir lo sagrado y los misterios de la fe y la belleza que la recorre de principio a fin. Y todas estas cualidades ciertamente, se han perdido en el rito reformado de Pablo VI.
¿Por qué es miembro del Coetus Internationalis Summorum Pontficum? [Asociación que organiza la peregrinación]
Participo desde hace varios años en la peregrinación Summorum Pontificum y siempre me ha llamado la atención la diversidad de los fieles, en términos de nacionalidad, profesión, edad, cultura, que se reúnen en Roma para ir a los pies de Pedro en el marco de la celebración de la Liturgia milenaria de la Iglesia católica.
Se trata de una iniciativa en la que todos los fieles vinculados a la tradición deben participar de una u otra manera, en la medida de sus posibilidades. Es una oportunidad para dar gracias por el hecho de que, a pesar de todos los esfuerzos por anularla, todavía podemos asistir a la Misa Tradicional, y para rezar a Dios junto a la tumba del príncipe de los apóstoles y de los primeros mártires de nuestra fe, para que este rito, que tiene orígenes apostólicos, no se pierda nunca y que los sacerdotes y fieles católicos de todo el mundo tengan la libertad de celebrarlo. Y esta defensa, en estos últimos tiempos, se ha vuelto cada vez más necesaria.
¿Cuál es su punto de vista sobre la actualidad de la Iglesia con relación a la misa tradicional?
La libertad de que goza la liturgia tradicional y la plenitud de sus derechos en la Iglesia, que fue reconocida por el papa Benedicto XVI, han producido frutos que nadie puede negar y que se han difundido por todo el mundo.
Desafortunadamente, creo que algunas personas que no estaban para nada de acuerdo con esta política y que reivindican el Concilio Vaticano II como un evento de ruptura definitiva con la Iglesia “preconciliar”, lograron que el papa Francisco, con su actitud de apertura, truncara en gran medida todo lo que su predecesor en la Sede de Pedro había concedido.
La situación actual es por cierto más difícil y delicada que hace algún tiempo. Sin embargo, bonum diffusivum sui –el bien es difusivo de sí–, como dice la filosofía clásica y el bien y la belleza de la Liturgia Tradicional que han comenzado a difundirse después del motu proprio Summorum Pontificum no pueden ser detenidos, porque está en su naturaleza el difundirse. Estamos, es verdad, en un periodo de tinieblas y confusión, pero no debemos perder la esperanza y, al contrario, ser pacientes y prudentes, esperando tiempos mejores que no dejarán de venir, porque el Señor ama y protege a quienes buscan su gloria.
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