La Sagrada Liturgia como arte: un monje benedictino escribe en 1936
El siguiente ensayo está tomado de Liturgical Arts Quarterly, 1936, volumen 5, no. 2. Contextualmente, cabe señalar que Dom Hammendstede escribe pensando en el inmemorial Rito Romano, o lo que hoy en día llamamos más comúnmente la “Misa Tradicional”.
La Liturgia como arte
por Dom Albert Hammenstede, OSB
La Liturgia en su conjunto es lo que los alemanes llaman un “Gesamtkunstwerk”, o una forma de arte sintético de carácter universal. Esto es cierto no sólo porque la Iglesia en su culto oficial hace uso de los productos de las diversas artes, sino también porque en la Liturgia de la Iglesia los mismos ideales de las diferentes artes encuentran una expresión elevada y espiritualmente más plena. Es por el loco deseo de Wagner de crear con sus propias fuerzas un “Gesamtkunstwerk” que le debemos una larga serie de sus óperas. Él deseaba reunir en una gran obra operística una síntesis artística armonizada de todos los deseos, emociones, relaciones y logros humanos expresados en la religión, la filosofía, la historia y las artes… El por qué tal deseo era imposible de lograr incluso para un genio como Wagner, lo apreciaremos mejor una vez que veamos de qué manera la Liturgia misma es un arte. De hecho, se hará evidente que fue precisamente un sustituto de la Liturgia de la Iglesia lo que Wagner pretendía, pero fue incapaz de crear.
Podemos decir del arte en general que es la incorporación en una forma externa y bella de una idea o pensamiento que por su naturaleza agrada. Es esencial que el arte tenga una forma bella. Pulchrum est quod visum placet… Dado que la Liturgia de la Iglesia incorpora en sus formas clásicas este elemento agradable esencial para todo verdadero arte, se sigue que la Liturgia en sí misma es arte. Sin embargo, más que esto, la Liturgia es un arte sui generis, incomparable con cualquier otro en la tierra. No es tanto otro tipo o variedad de arte sino su elevación a una esfera superior de ser y actividad lo que la transforma y aleja severa y supremamente de sus contrapartes meramente mundanas. Por lo tanto, aunque en su composición abarca y utiliza todas las demás artes, no es por ello una mera síntesis de ellas.
Es de su contenido que el arte litúrgico adquiere su carácter extraordinario y peculiar. Todas las demás artes, cualquiera que sea su vehículo de expresión, no hacen presentes en sus formas las realidades que representan. Así, por ejemplo, en una estatua que representa la misericordia sólo está presente la idea, y ésta en la mente del artista o del espectador. La piedra tallada en sí no es una idea, sino la representación de una idea. El arte litúrgico, por el contrario, hace presente no sólo una idea sino la realidad. No se limita a representar las ideas más elevadas; lo verdadero, lo bueno, lo bello, sino que en el Mysterium litúrgico a cuyo fin está ordenado el arte litúrgico y sin el cual no existiría, realiza objetivamente y en nuestro propio medio la forma más alta de la realidad, el Summum Pulchrum, Dios mismo. La Liturgia, en otras palabras, no es sólo un reflejo o una imagen de cosas superiores; es la realización real o actual de aquellas cosas divinas en la tierra. En una función litúrgica, aquellas cosas que están representadas o simbolizadas por las formas externas se hacen presentes en su total realidad entre nosotros debido a una eficacia infalible inherente al sacramento o Mysterium. Se sigue entonces que la verdadera belleza del arte litúrgico sólo puede ser experimentada o apreciada por un hombre que tiene Fe. Un altar, por ejemplo, a pesar de su consagración sigue siendo la piedra que era, no recibe por ello mayor belleza corporal que la que le dio el artista que lo hizo, sino que ahora participa de la Belleza Divina de Cristo, quien está representado de cierta manera en el altar. Así, el obispo, al amonestar a los subdiáconos sobre el cuidado del altar y sus accesorios, dice: “altare… ipse est Christus… el altar es Cristo mismo”, simbolismo que la Iglesia expresa muy bien en sus rúbricas, ceremonias y cuidados del altar. Sólo a la luz sobrenatural de la fe se puede percibir la verdadera belleza de la Liturgia y de su arte. Esa es la razón por la que a menudo se ven católicos rezando con gran afecto y devoción ante una estatua que quizás desde un punto de vista puramente estético no sea bella.
Lo mismo ocurre con la música de la Iglesia. El canto llano puede ser cantado y su belleza exterior apreciada por alguien que no sea creyente, pero este no puede percibir verdaderamente cómo el Espíritu se hace presente en su canto en un servicio litúrgico, como vehículo suyo para comunicar gracias. Un introito cantado en una Misa solemne viene acompañado de sus propias gracias particulares. Sáquelo de su correcto marco litúrgico y de su conexión integral con el Misterio Eucarístico y se desvanece su valor como experiencia litúrgica. Para los fieles que participan en la solemne liturgia de la Misa no es en absoluto necesario que conozcan el verdadero significado del texto de un introito, ni tener consciencia de su valor moral, ni comprensión de sus palabras individuales: lo que ellos necesitan es experimentar la belleza del texto y su música. El principal propósito de asistir a Misa no es hacer una meditación o una resolución, sino más bien admirar y experimentar la belleza de Dios. Esto no deja de lado la carga intelectual y moral de los textos litúrgicos, que sin duda pueden ser objeto de meditaciones o resoluciones. Solo enfatiza la verdad de que la experiencia litúrgica de un texto se realiza plenamente en la función litúrgica apropiada que lo acompaña. En el estudio de la teología dogmática nos acercamos a Dios en tanto que Él es el Ser Supremo; en la teología moral nos acercamos a Dios en tanto que Él es el Bien Supremo; en la Liturgia nos acercamos a Dios en cuanto Él es la Belleza Suprema. Este último acercamiento a Dios no es ni un estudio de la naturaleza de Dios, ni un seguimiento de Sus mandamientos, sino una participación en Su Vida y una experiencia viva –un gustar y ver– de Su Belleza.
El objeto de una obra de arte no solo debe ser hermoso en sí mismo, sino que su forma externa debe corresponder a su contenido. En la Liturgia esto es preeminentemente cierto. En todos los ritos de la Iglesia se evidencia una maravillosa armonía entre la expresión exterior y la realidad interior. Esto se produce en primer lugar por ese simbolismo que caracteriza las formas de la Liturgia clásica de la Iglesia. Al revelar las realidades divinas, la Iglesia no las vulgariza; su expresión de ellas es sacramental y simbólica. Evita el realismo, y con una vibrante sensibilidad hacia lo sagrado heredado de una época anterior, vela sus Misterios en un secreto claroscuro. Por lo tanto, nuevamente, solo un creyente puede percibir verdaderamente la belleza de las formas litúrgicas de la Iglesia, ya que solo él ha sido iniciado en su contenido oculto…
Se puede ver en esto cuán contrario al verdadero sentido litúrgico de la Iglesia es ese realismo histórico que desfila bajo el nombre y a veces se confunde con el simbolismo. El simbolismo se destruye cuando se introduce una imitación histórica detallada. Esto se ve especialmente en los ritos litúrgicos de la Iglesia en los que ella realiza realmente en medio de nosotros la Obra de nuestra Redención. Esto lo realiza a través de sus ritos sacramentales y simbólicos sin recurrir a ninguna imitación realista de los detalles históricos relacionados con la Obra de la Redención. En esto se muestra como la artista consumada de la tradición clásica. Bien sabe ella que la dramatización de los detalles históricos y la recreación minuciosa de los incidentes históricos no tienen por qué formar parte de su liturgia, que es, ante todo, una cosa viva y palpitante del presente. No hay, por ejemplo, nada de la belleza del simbolismo expresado en la costumbre que prevalece en algunos lugares en la fiesta de la Epifanía de tener tres niños, vestidos como los tres reyes, ofreciendo sus regalos en el altar. Es demasiado realista. Revela algo pero no oculta nada, y por lo tanto ofende el buen gusto artístico y, en consecuencia, litúrgico. Como dice Goethe: “Man merkt die Absicht und wird missstimmt – La intención se vuelve obvia y uno se niega a dejarse impresionar”. La representación de los detalles históricos fuerza la mente a voluntad, se vacía en la expresión externa y es profana en su sentido etimológico, es decir, es más adecuada fuera de la Iglesia. Cuán magistral, artística e inspiradoramente crea la Iglesia las formas simbólicas que velan sus Misterios…
Otra característica que revela la belleza de las formas litúrgicas es que son típicas. Casi se podría decir que el mismo proceso por el cual la liturgia reduce las cosas a su forma más simple y necesaria da cuenta simultáneamente de su calidad de objetividad. La liturgia clásica sustrae las cosas lo más lejos posible de lo subjetivo y accidental y las establece en una esfera objetiva, conformándolas en lo posible a tipos. La diferencia entre una fotografía mía sentado en mi escritorio y una pintura de mí mismo en el mismo escritorio ilustra la distinción entre lo típico y lo accidental. La fotografía es una forma accidental; refleja todos los detalles externos del momento. La pintura, por otro lado, es una obra de arte porque tiene algo típico en ella. Capta lo que es esencial a un hombre y me conforma a ello, haciendo de mi imagen algo típico y objetivo.
De manera similar, la Liturgia hace que las cosas individuales y las personas pierdan en lo posible sus características accidentales y adquieran un carácter típico u objetivo. De ahí el énfasis de la Iglesia en la conformidad con las rúbricas en sus funciones litúrgicas. Ella exige del sacerdote en el altar que renuncie a su propio comportamiento accidental y particular y se ajuste a un tipo o forma objetiva. Esto también explica la insistencia de la Iglesia en las vestiduras y hábitos para sus ministros y para aquellos que se consagraron a su servicio. Cuando el sacerdote está vestido para el altar, la Iglesia ya no reconoce en él su personalidad individual y todas las características accidentales que la componen. Ella lo ve sólo como el sacerdote de Dios, y es en conformidad con esa designación que él debe comportarse en el servicio litúrgico.
Lejos de excluir la gracia y la elegancia de los modales y las acciones con las que uno asocia el porte correcto de un sacerdote en el altar, esto en realidad hace que la elegantia morum de todos los sacerdotes en el altar sea la regla común. Eso es lo que queremos decir cuando decimos que el arte litúrgico es típico, reduciendo lo accidental a una forma típica, un modo de acción simplificado y objetivo… Hay todavía otro corolario que se deriva de esta tercera característica de las formas litúrgicas. Siendo típicas y objetivas participan de una manera limitada de la inmutabilidad de Dios. Cuanto más accidental es una cosa, más alejada está de Dios. Cuanto más cerca está una cosa de Dios, más aparece en el estado de tranquilidad. Así, en los coros jerárquicos del cielo, el orden inferior, los ángeles, son enviados como ministros de un lado a otro, mientras que los órdenes superiores, los querubines y serafines, permanecen constantemente en la Presencia de Dios. Una vaga analogía de esto podría verse en el servicio litúrgico de las vísperas pontificales: el obispo se sienta entronizado con los amplios pliegues de su pluvial plegados a su alrededor. Sus asistentes inmediatos están sentados en silencio cerca de él, pero cuanto más se alejan de él los que están en el presbiterio (cantores, acólitos, etc.), más están en movimiento. Las formas típicas de la liturgia crean un tono de dignidad y tranquilidad en torno al altar de Dios. Por esto, un sacerdote en una misión en un país lejano con solo una iglesia parroquial pobre y sin asistentes puede, sin embargo, llevar a cabo una función litúrgica digna y artística.
Otra característica de las formas litúrgicas es su entusiasmo. En su Liturgia la Iglesia expresa muy significativamente la presencia del Espíritu Santo. Es al despertar del Espíritu del Señor entre su pueblo a lo que se dirige todo su ritual. El conjunto completo de un servicio solemne; bellas vestiduras, música, velas encendidas, incienso, esculturas, pinturas, todas son manifestaciones de ese entusiasmo del Espíritu que está presente en las funciones de la Iglesia.
Resumiendo brevemente lo dicho hasta aquí, vemos que la Liturgia en sí misma es ante todo arte porque realiza y actualiza en su celebración las ideas más elevadas de lo verdadero, lo bueno y lo bello, haciéndolas presentes a través del Mysterium litúrgico el Summum Pulchrum – Dios mismo. Las formas externas de la Liturgia se corresponden en perfecta armonía con las Realidades Divinas que revelan y al mismo tiempo ocultan. Estos ritos externos, además, son en sí mismos hermosos y artísticos porque se manifiestan como necesarios o convenientes, típicos y entusiastas. Todo verdadero arte es purificador en su efecto; produce una catarsis espiritual. Alguien que ve y disfruta de una obra maestra de arte en algún museo puede no darse cuenta del efecto purificador de tal experiencia hasta años más tarde, cuando, en la selección de una pintura, está inconscientemente dirigido en su elección por los ideales de la imagen que disfrutó años atrás. No es difícil a este respecto ver cómo la Liturgia contribuye a la purificación y clarificación del alma.
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