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Abordar la reflexión sobre la tradición con una nueva perspectiva – Marcel Pérès

Artículo publicado en el libro Reconstruire la liturgie, entrevistas del P. Claude Barthe. Traducido por Trinidad Dufourq.

Ex alumno del Conservatorio de Niza, Marcel Pérès perfeccionó su formación en Inglaterra y Canadá. En 1982, fundó el conjunto vocal Organum, en el marco de la Fundación Royaumont, donde también creó el Centro Europeo para la Investigación e interpretación de las músicas medievales (CERIMM). En 2002, creó el CIRMA (Centro Itinerante de Investigación sobre las músicas antiguas). Dirige un vasto trabajo tanto de investigación científica como de práctica vocal sobre el canto litúrgico medieval en todas sus formas, el canto llano de los siglos XVII y XVIII y también el canto litúrgico corso, empresa análoga, en sus objetivos, a la de los especialistas de canto barroco que buscan, desde hace varias décadas, restituirlo a su estado original. Sus publicaciones reproducen los coloquios de Royaumont (Aspectos de la música litúrgica en la Edad Media, Créaphis, 1991), pero son los discos los que reflejan realmente su actividad, tales como: Cantos corsos – Manuscritos franciscanos de los siglos XVII y XVIII (1994, HMC); Canto llano parisino, siglos XVII y XVIII (1994, HMC), Guillaume de Machaut, misa de Notre-Dame (1996, HMC). Estos son sólo algunos de los títulos de una discografía que comprende más de 40 grabaciones. Además, ha compuesto más de treinta obras y publicado libros y artículos en medios franceses y extranjeros.

La enseñanza de Marcel Pérès abarca la musicología, la ciencia, la filosofía, la historia de las civilizaciones, la lingüística, las tradiciones orales… Con una simple mirada, Marcel Pérès engloba varios siglos y echa luz sobre las evoluciones, las mentalidades, las culturas, y aborda la llamada música antigua y la música contemporánea en la corriente de la gran memoria que ha dejado la antigüedad tardía al segundo milenio. Esta conciencia de la continuidad le ha permitido desarrollar una aproximación particular a la música y la pedagogía: más que pasar una herencia de conocimiento inerte, reivindica todo un estado de ánimo, vivo, cuyas líneas están determinadas por el signo simbólico, religioso y cultural e imaginario a los que refieren, la inmersión en el sonido y la memoria revivida de lo que se cantaba ayer. Revivir músicas antiguas implica considerar sus comportamientos culturales, su relación con el tiempo, el espacio y el patrimonio.

 «El objetivo del arte es abrir nuestras conciencias a la percepción, mostrar, oír, y luego usar la experiencia de las generaciones pasadas para abrirnos a las realidades que hoy no son obvias para nosotros»

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P. Claude Barthe: Usted es particularmente sensible a la ruptura entre la liturgia tal como se celebra actualmente en las parroquias de Francia y las fuentes litúrgicas tradicionales. Esta fractura es particularmente perceptible cuando se compara el estado actual del rito «latino» con el esplendor y la riqueza cultuales conservadas por las Iglesias de rito oriental.

Marcel Pérès: No se trata de una ruptura, un abismo nos separa ahora de los orientales. Los latinos han cortado casi todo vínculo con las antiguas tradiciones. La reforma litúrgica se ha tornado estéril bajo la influencia de un movimiento de pensamiento que desde sus inicios puso como condición para tener éxito, romper tanto cuanto fuera posible todo lazo sensible con lo que podría recordar el pasado. Se quiso crear una nueva mentalidad cristiana, para lo cual era necesario que las formas antiguas desapareciesen para dejar lugar a otras que reformularían el mensaje de manera más presente y más urgente para los hombres de hoy. En vez de reapropiarse de los rituales tradicionales, se prefirió borrarlos de la memoria. Esta cultura de la amnesia ha provocado los desastres que hoy observamos. Los artistas deseosos de implicarse en la liturgia a quienes se les piden creaciones, no tienen ya puntos de referencia y giran en el vacío. El arte que producen sólo se dirige a los que ya están convencidos y se mueven en los centros de pastoral litúrgica. ¿Cómo pretender convertir a un no creyente, y por qué no a un musulmán, machacando una de esas cancioncillas de moda en nuestras parroquias?

No sin cierta ironía, se puede observar que, a partir de esta ruptura de los últimos treinta años, se ha venido hablando de ecumenismo, pero en los hechos litúrgicos nunca hemos estado tan alejados de los ortodoxos, aun cuando ha habido una apertura teológica. Tuve la ocasión de hablar con sacerdotes y monjes griegos ortodoxos que sufren mucho con esta reforma católica porque piensan que los católicos han abandonado completamente la tradición y están mucho más cerca de los protestantes. Algunos me han asegurado, incluso, que rezan cotidianamente para que los católicos vuelvan a encontrar el sentido de sus tradiciones.

PCB: Sin embargo, usted no es partidario de una vuelta a la casilla preconciliar.

MP: Para entender lo que pasa hoy, es necesario comprender que es cierto que el Vaticano II ha transformado muchas cosas, pero que ya a principios de siglo [XX] los católicos experimentaron una primera revolución cultural. Las reformas de Pío X y en particular su motu proprio sobre la música sagrada del 22 de noviembre de 1903 dieron el golpe de gracia a las antiguas tradiciones cantorales del catolicismo. En ese momento, se decidió transformar las tradiciones de canto para volver a una supuesta antigüedad del canto gregoriano, cosa que, contrariamente a lo que se suele leer en los manuales, estuvo lejos de contar con la unanimidad del clero. Pero el movimiento de los reformistas radicales se tornó preponderante gracias a la cobertura científica dada por los monjes de Solesmes, cuyas investigaciones históricas se diluyeron rápidamente para promocionar un ideal de canto diametralmente opuesto a las tradiciones de los chantres católicos. Se impuso a toda la catolicidad una edición estandarizada del canto gregoriano, bautizada como edición vaticana, calificada de auténtica y difundida a través de los misales, en especial después de la Primera Guerra Mundial, durante los años veinte. A esta reforma del repertorio la acompañó una transformación de la estética vocal, que tomó como modelo voces debiluchas, sin timbre, bloqueadas en los agudos como se puede escuchar todavía hoy en muchas comunidades religiosas. Este estilo iba en contra de las maneras de cantar de los chantres de parroquia que fueron despedidos y reemplazados por coros mixtos. Sin embargo, en algunas parroquias rurales, los antiguos chantres siguieron cumpliendo su oficio hasta comienzos de los años sesenta. Esta reforma pseudo-neo-antigua, impuesta en la Iglesia durante unos sesenta años, era tan artificial que cuando sopló el viento de la reforma posconciliar se evaporó de la noche a la mañana.

PCB: De hecho, su deseo de vuelta a la tradición es diametralmente opuesto al del “tradicionalismo”. Hay algo radical, en el sentido de querer volver a encontrar raíces más profundas que las que fueron arrancadas.

MP: Las mentalidades han evolucionado considerablemente desde los años sesenta. Hoy se es mucho más abierto y se está más informado. El gusto por la historia y el pasado se ha generalizado más, se presta mayor atención al patrimonio. La ideología del progreso continuo tiene hoy en día un tinte obsoleto. Por otra parte, la reflexión que debemos emprender sobre la noción de tradición debe descorrer el velo opaco tejido por los reformadores de la corriente de Pío X. Debemos tomar conciencia de la diversidad de tradiciones antiguas, no para hacer una recensión erudita, sino para captar, mediante la experiencia, los tesoros que encierran y que pueden ayudarnos en gran medida a comprender la verdadera naturaleza de nuestra religión. Por ejemplo, los católicos deberían aprehender de una manera diferente el espacio eclesial, que en la actualidad está fijo y es estéril; así, cuando se restaura una iglesia antigua, es fundamental no intentar adaptarla a ciertas preocupaciones litúrgicas modernas de corto plazo. Por ejemplo, con respecto a la ubicación del altar, habría que tratar de encontrar el lugar original que correspondía a la situación precisa donde convergían las líneas arquitectónicas, la luz del sol y que siempre era un lugar de resonancia privilegiado.

PCB: Justamente, y ya que menciona el espacio eclesial, usted considera que el redescubrimiento del sentido litúrgico pasa por reformas notables.

MP: Hay que aprender a reapropiarse el espacio eclesial resucitando la escenografía litúrgica tradicional. Una de las primeras reformas concretas debería ser suprimir las sillas y los bancos de las iglesias. Por supuesto, habría que reservar asientos en una parte de la nave, para las personas cansadas, enfermas o ancianas. Pero que los demás permanezcan de pie lo más posible. Los asientos engendran una liturgia estática, cuando ésta consiste, en primer lugar, en ocupar un lugar integrándose en un espacio para utilizar su respiración, su luz, su acústica. El error viene del hecho de que elementos que antes se consideraban como un todo, hoy están disociados. La arquitectura, es la liturgia cristalizada. Cada lugar, cada excrecencia de tal transepto, de tal altar, corresponde a un uso. Los católicos viven demasiado en sus mentes y han perdido el sentido más elemental de la percepción del espacio en el cual se desarrollan los oficios.

Resulta invalorable para los fieles poder moverse durante una liturgia, cambiar su ángulo de visión, ponerse en un momento delante de un vitral, en otro cerca de un altar. Desde el simple punto de vista físico, cuando una liturgia es un poco larga, poder desentumecerse las piernas ayuda a focalizar de nuevo la atención, a estar más atento. En las liturgias orientales, que duran tres o cuatro horas, es posible salir un momento: lejos de ser algo irreverente, el cuerpo se siente reconfortado y así se logra una mejor atención y participación.

Hoy en día se debate sobre si hay que dar o no conciertos en las iglesias. La respuesta depende de la manera en que se conciba el concierto. Puede resultar chocante ver llegar músicos que no tienen ningún respeto por el lugar; asimismo, ciertos organizadores de festivales importantes pueden desfigurar completamente una iglesia colocando gradas en el coro o invirtiendo la orientación del edificio, creyendo que hacen bien en transformar el espacio litúrgico en un pseudo-auditorio para una orquesta sinfónica. Estos festivales suelen publicitarse como conciertos de «música sacra» y con eso consideran que están en regla con la ética religiosa, cuando en realidad destruyen completamente la naturaleza del lugar que ocupan. Igualmente lamentable resulta que se haya generalizado la disposición consistente en ubicar a los músicos delante del altar, frente al público. Es una disposición teatral, pero irreverente con el altar que se convierte así en algo accesorio e insignificante. Visualmente hablando, la perspectiva del lugar queda totalmente alterada y el resultado acústico, por lo general, es poco satisfactorio.

Los conciertos deberían volver a dar el sentido litúrgico al lugar. Los términos «música sacra» falsean toda reflexión desde el punto de partida. Esta expresión, forjada en el siglo XIX y que designa globalmente toda música de inspiración religiosa, ha terminado por ocultar la dimensión esencial del arte religioso que es ante todo litúrgico. Es abusivo decir de una música que es sagrada. Acompaña y brinda la materia para un ritual que participa de lo sagrado, pero la música en sí misma no es sagrada.

El clero tiene su parte de responsabilidad en este asunto, porque el sentido litúrgico se ha vuelto hoy tan sensiblero que difícilmente puede servir como modelo a aquéllos cuyo oficio es organizar o hacer conciertos.

Por mi parte, cuando tengo que dar un concierto en una iglesia, intento devolver al lugar su sentido litúrgico y comprender, por lo tanto, para qué tipo de liturgia fue concebido este espacio con el fin de encontrar los lugares donde los chantres oficiaban. Según las épocas y los repertorios, algunas piezas se cantaban en las sillas del coro, otras en medio del coro, pero con los chantres siempre vueltos hacia el altar, otras, que acompañaban las procesiones, se interpretaban en la entrada del coro o en medio de la nave o en una capilla lateral. Puede suceder, en ciertas iglesias de los siglos XVII y XVIII, que el sitio de los chantres esté escondido detrás del altar, generalmente muy alto y suntuosamente decorado, se los oía, pero no se los veía. Cuando se explotan así estos lugares, se descubre toda su coherencia: las miradas convergen en el altar y la música puede desplegarse con total libertad, descargada del peso humano de los intérpretes. Los mismos parroquianos descubren de esta manera una dimensión espacial y acústica de su iglesia que muchas veces no sospechan siquiera.

PCB: Es decir que usted está en contra tanto de los conciertos cara al pueblo como de la liturgia cara al pueblo…

MP: Salvo si el lugar fue pensado para eso, lo que raramente sucede en el caso de una iglesia. Para los cantores es muy positivo permanecer ocultos. Pueden concentrarse en lo que hacen porque no están representando. Esto coincide con un aspecto esencial de la liturgia: que el sacerdote dé la espalda a los fieles. El sacerdote, cuyo rostro no se ve, puede concentrarse en su tarea litúrgica sin pensar en las miradas que los demás tienen sobre él. La liturgia de cara al pueblo pone al sacerdote en una situación sumamente incómoda, en la que, lamentablemente, puede ser un impedimento para la transmisión del mensaje evangélico. Por el contrario, el papel tradicional del sacerdote, con sus actitudes y gestos discretos, lo pone a salvo de una inflación personal. Cuanto más se borra su personalidad, más posible es que se dé esta transmisión: en definitiva, se transfiere la responsabilidad al Espíritu Santo.

PCB: Los cantores de quienes habla son verdaderos chantres. En realidad, usted concibe los conciertos casi como celebraciones.

MP: Un crítico californiano empleó una vez la expresión de liturgias virtuales para calificar nuestros conciertos. Es una manera de ver las cosas. Yo intento, en la medida de lo posible, respetar el desarrollo litúrgico en la secuencia de las piezas musicales. Esto es muy importante, porque es la única ocasión de transmitir al público, de manera viva, el ordenamiento de una liturgia, dado que la Iglesia ha renunciado desde hace treinta años a transmitir su cultura litúrgica. Durante los conciertos, los músicos, y también el público, muestran una concentración, una seriedad y un sentido de la responsabilidad con respecto a lo que están haciendo que contrasta con el amateurismo de las liturgias actuales. Una vez, con un cura párroco, reconstituí una liturgia del siglo XVII. Antes de entrar en el coro, le transmití mi ligera inquietud en cuanto al buen desarrollo de la ceremonia porque los chantres no estaban totalmente preparados y los movimientos no se habían ensayado lo suficiente. Creyendo estar actuando bien, este sacerdote me respondió, sin darse cuenta de lo que decía: «Bueno, ¡lo que vamos a hacer es una liturgia y no un concierto!».

En esa breve frase se resume toda la problemática estética de la Iglesia de hoy: el amateurismo se erige en modelo y cuando se trata de realizar verdaderos acontecimientos, con el pretexto de la abertura, todo se considera válido, menos aquello que está directamente vinculado con las antiguas tradiciones del catolicismo, y en este caso preciso, el necesario profesionalismo de los actores litúrgicos.

PCB: Recuperar el espacio sacro tradicional en toda su amplitud, y encontrar de nuevo en este espacio el lugar tradicional de cada uno, es su primer pedido que se manifiesta con una reforma-schok: la supresión de los bancos. Otro de sus requerimientos coincide con el que había formulado una petición de escritores y artistas católicos a fines de los años sesenta. Usted también quiere…

MP: ¡Suprimir los micrófonos! El micrófono es una verdadera catástrofe. Provoca una confusión total en cómo se siente físicamente el lugar. Una iglesia es un edificio orientado donde nada se deja al azar. Así como conlleva una orientación con respecto a la luz, también tiene una orientación en relación con el sonido. Los oficiantes se ubican en lugares determinados: cuando un sacerdote canta el prefacio, su voz debe venir de un lugar preciso. La impostura del micrófono hace que uno oiga desde detrás a un actor litúrgico que está delante: ya no es al sacerdote a quien oye, sino a su imagen sonora. Es una herejía: se rebaja el lugar y la imagen de la celebración se convierte en celebración. Esta pérdida del sentido de las realidades encuentra su expresión más lamentable en la moda de poner música ambiental en las iglesias, que por desgracia tiende a difundirse por todas partes. Es el signo, la confesión más cruel, de que los católicos de hoy en día utilizan lugares que son incapaces de hacer vivir. Llaman en su auxilio a robots, en este caso, músicos virtuales, que nos brindan un popurrí de fragmentos de música litúrgica; apostemos a que en el próximo estadio de decadencia habrá rayos láser que nos harán ver religiosos virtuales. El estado de descomposición del sentido litúrgico está tan avanzado que no hay ni un solo obispo que prohíba este tipo de desviaciones. Un sacerdote a quien le manifestaba mi asombro al ver su magnífica colegiata del siglo XV contaminada con música grabada, me respondió: «Así se anima el ambiente y se crea una presencia en la iglesia…».

No olvidemos que la liturgia es el punto de encuentro entre una realidad sobrenatural y un acto físico. Esto significa que lo sobrenatural tiene que pasar, imperativamente, por nuestros sentidos, la vista, el oído. La localización sonora de los lugares litúrgicos es esencial y para nuestros ancestros representaba una preocupación primordial, como se puede comprobar en la mayoría de las iglesias antiguas. Los micrófonos destruyen la armonía, es decir, las proporciones sonoras del lugar. Pero hay algo todavía peor, cuando uno habla o canta delante de un micrófono, en general siempre susurra, un poco más o un poco menos, mientras que, sin micrófono, en una nave grande se está obligado a proclamar y cantar con toda la voz. El ideal vocal de la estética micro-maníaca es la del presentador de radio y la del cantante de música popular. Esta manera de proferir la voz está en total contradicción con todas las tradiciones litúrgicas; desde un punto de vista antropológico, es un verdadero desastre.

Es necesario hablar también de la luz. Los católicos han perdido el sentido físico, real de la luz, aun cuando todavía sigan usando textos que hacen una referencia simbólica a ella. Esta pérdida del sentido y, por lo tanto, de la experiencia de la luz ha terminado por ocultar la noción del ritmo biológico de la liturgia. Se silencia el hecho de que prácticamente desde los orígenes, las horas litúrgicas ritmaban cada tres horas el curso del sol y, en consecuencia, que cada oficio correspondía a un estado específico de la luz, es decir, a un momento particular de nuestro ritmo biológico en relación con el cosmos. Esta noción es fundamental para quien quiere comprender realmente la especificidad de la liturgia católica romana. Sin embargo, es un aspecto que nuestros especialistas en pastoral litúrgica descuidan por completo. Hace poco, pasé por Montecasino y pude comprobar que las vísperas, en pleno verano, se celebraban a las tres de la tarde, lo que corresponde en el tiempo solar a la séptima hora, cuando en realidad, corresponde cantarlas a la hora duodécima. Estos problemas de horarios parecen superfluos a nuestros contemporáneos, pero son fundamentales si se quiere captar realmente lo que representó la liturgia durante dieciocho siglos para quienes la practicaban. Dejar de lado este aspecto tan fundamental es abrir las puertas a todas las desviaciones que, lamentablemente, observamos hoy.

Se puede celebrar el oficio de Tinieblas durante la Semana Santa, con reflectores de luz de varios cientos de watts que iluminen la nave. Hay que modular la luz de acuerdo con un lugar donde las ventanas se han pensado para captar el día de cierta manera. La luz solar es un don de Dios, cualquiera sea su intensidad. Cuando el cielo está cubierto, sigue siendo hermoso y su luz sigue siendo bella. Un día explicaba a un enjambre de niños, la mayoría de los cuales ponía los pies en la iglesia por primera vez, que la iglesia –era la de la abadía de Flaran– con sus vitrales que canalizan la luz solar, era un verdadero reloj. La liturgia que allí se celebra señala con la luz las horas del día y el tiempo de las estaciones. La misa del día se celebra, en general, después de la tercera hora, u hora de tercia, es decir, en el momento en el que el sol está en la mitad de su curso entre el horizonte y su zenit. Las vísperas deberían cantarse en la hora duodécima, en el momento en que la luz comienza a declinar, en perfecta simetría con el oficio de laudes que señala el fin de la noche y honra el nacimiento de la aurora.

Junto con la iluminación solar, la única iluminación adecuada en las iglesias es la de las velas. Antiguamente, existía una graduación en la manera de iluminar, según el grado de solemnidad o la particularidad de una liturgia. Contrariamente a lo que se podría pensar a primera vista, la iluminación a vela no es tan molesta como parece. En la misa del día, en la mayoría de las iglesias, la iluminación solar basta; los únicos oficios de noche que se celebran en las parroquias son la misa de Gallo y la Vigilia pascual. En vísperas, en invierno, a veces es necesario encender algunas arañas.

Esta posición puede parecer radical y hará sonreír a muchos, pero se trata simplemente del uso tradicional tal como siempre se practicó, y no tomarlo en cuenta es pasar por alto una dimensión fundamental del acto litúrgico. La Iglesia tiene un papel urgente que desempeñar en nuestras sociedades para compensar los efectos perversos de la modernidad, no para negarla, sino para equilibrarla. La liturgia podría ser un medio privilegiado para volver a tomar contacto con otro tiempo, que es el tiempo natural, con otra manera de oír, de ver, de vivir.

PCB: Pero en cambio, usted está a favor de usar el órgano.

MP: Sí, ¡pero con tal de que se lo use bien! Siempre me quedo atónito cuando veo que las personas que reflexionan de manera sincera sobre los órganos, se hacen una cantidad de preguntas salvo la que habría que hacer antes que todas las demás: ¿cuál ha sido el uso tradicional que han dado los católicos al órgano durante diez siglos? Hay que reconocer que la cultura de los organistas es en gran parte protestante, por un lado, porque el genio de Johann Sebastian Bach es ineludible para ellos, y por el otro, porque como la Iglesia tiene vergüenza de sus tradiciones, no las transmite.

Es común decir hoy que el órgano debe estar al servicio de la liturgia. Por otra parte, el pueblo debe cantar. Por lo tanto, se afirma, el órgano tiene que acompañarlo para sostener el canto. Este razonamiento hoy predominante es totalmente falso. Cuando el órgano acompaña, no sostiene nada, al contrario, impide que la gente se implique de verdad en el canto. Se cree que el órgano da el tono, no es cierto, los órganos de hoy en general están mal afinados y un tono más alto que el diapasón usado tradicionalmente en la liturgia (la alrededor de 390 en vez de 440). En general, el clero exige una afinación igual para poder acompañar en todos los tonos. El problema es que con esta afinación todos los intervalos están desafinados, salvo las octavas. Los católicos nunca lo usaron salvo a fines del siglo XIX. La afinación tradicionalmente usada por los católicos desde el siglo XV hasta el siglo XIX para alternar con el canto llano es la afinación mesotónica a tercios de octava mayores justas.

El pobre pueblo de Dios, a quien se quiere hacer participar en los misterios de la liturgia a través del canto, se ve atrapado entre un órgano que toca demasiado alto y que acompaña un repertorio en desfasaje total con las tradiciones de canto del catolicismo, y la voz dominante del animador que susurra desde un micrófono que le otorga la omnipresencia de la ubicuidad. Lamentablemente, es a partir de semejantes sinsentidos como se pretende regenerar la práctica litúrgica.

En la tradición católica el órgano nunca fue considerado como acompañante del canto. Sólo en la segunda mitad del siglo XIX, bajo la influencia de la estética de Solesmes, cuyos estragos ya hemos evocado, se comenzó a acompañar el canto llano. Desde que se introdujo el órgano en la liturgia, alrededor del año mil, su función siempre fue la de alternar con el coro en momentos bien precisos: únicamente en las grandes fiestas, es decir, unas veinte veces al año, y sólo en dos momentos del día litúrgico: en la misa y en las vísperas. En la misa, el órgano alterna en los cantos del ordinario (Kyrie, Gloria, Sanctus, Agnus, Ite missa est), en las vísperas alterna también un versículo de cada dos en el himno y en el Magnificat. El órgano toca el primer versículo, el coro canta el segundo, y así sucesivamente. Esto da al órgano la posibilidad de desplegar toda su alma, y a la voz la ocasión de expresarse realmente sin estar hostigada por el sonido del órgano. Cada uno se expresa así según la dignidad que le corresponde. El Kyrie o el Gloria así cantados podrán durar veinte minutos, o incluso media hora. Nuestra civilización ha perdido este sentido del tiempo que se debe dar a las cosas. La liturgia debería desempeñar un papel esencial en este terreno.

PCB: En todo caso, el hecho es que las iglesias se llenan con los conciertos de los conjuntos gregorianos, mientras que en las horas de culto están muy vacías.

MP: Hace mucho tiempo que los responsables eclesiásticos deberían haber meditado este hecho. Los conciertos atraen más que la liturgia porque, contrariamente a lo que suele suceder en los oficios, el público sabe que la música que se le va a presentar en concierto ha sido objeto de una preparación y que los intérpretes, después de haberse ejercitado a lo largo de un largo aprendizaje, harán todo lo que puedan para presentar un programa de calidad. Entre el público, los que desconocen podrán descubrir, los demás contemplar repertorios que nos sensibilizan con la naturaleza de la experiencia religiosa de quienes nos han precedido. En la Iglesia de este fin de siglo, se ha erigido en modelo una especie  «d’arte povera» religiosa, como para diferenciarse y hacerse perdonar las munificencias de antaño. Esta preocupación refleja demasiado las problemáticas socioculturales del tercer cuarto del siglo XX. Hoy el contexto ha evolucionado, y nuestros contemporáneos experimentan la necesidad urgente de una relación viva y de calidad con su patrimonio religioso.

Sólo citaré una anécdota. En 1994, el responsable comercial de EMI en España tuvo la idea de realizar una considerable inversión promocional y publicitaria para lanzar un disco de canto gregoriano grabado en los años setenta por los monjes de Silos, totalmente banal como otros cientos que existen. El disco se vendía a un ritmo de unos quinientos ejemplares por año. Tres años más tarde, las ventas habían superado los siete millones de ejemplares. En un país como España, católico como ninguno, centenares de miles de jóvenes descubrían el canto gregoriano. Es el signo evidente de que la renuncia de los católicos a su patrimonio fue un error y que es urgente reconocerlo. Pero sería necesario, por empezar, que el clero manifestara algún interés por la cultura eclesiástica. Resulta significativo observar que cuando hay un concierto, es muy raro que el clero local e incluso los fieles de la parroquia asistan. Visiblemente, es un acontecimiento que para ellos está totalmente desconectado de su experiencia religiosa.

PCB: Concretamente, ¿cómo imagina una renovación litúrgica?

MP: La Iglesia se encuentra hoy en un momento de inflexión que puede resultarle muy benéfico. Hay que retomar la reflexión sobre la tradición superando las querellas de estos últimos años entre el ritual de Pío V, revisto según la estética de Pío X, y la misa moderna. Los tradicionalistas conservan una tradición que se deseca. Hay que ir más allá y volver a encontrar la savia de las tradiciones litúrgicas.

La tradición católica ha sido siempre una tradición viva: muchas cosas han cambiado, se han transformado. Pero cada innovación conservaba siempre un vínculo físico con lo anterior. Creer fue, muchas veces, una manera de comprender y vivir mejor la tradición. Habría que reconsiderar la experiencia litúrgica tomando de una manera mucho más amplia y distendida la palabra tradición, que hoy despierta una especie de miedo en la Iglesia, como si prestar atención a formas antiguas de devoción pudiera desviar de la comprensión del mensaje evangélico. Los católicos deben liberarse de este miedo, reconciliarse con su pasado y dejarse guiar por la herencia litúrgica legada por sus predecesores. Al acceder a las realidades litúrgicas antiguas, serán los testigos de la fe permanente de la Iglesia y el cemento cultural de su cohesión.

La Iglesia es una organización eminentemente jerárquica. Se pueden hacer experiencias interesantes en algunas parroquias, pero es preciso que la renovación litúrgica pase por la cabeza litúrgica, es decir, la catedral. Se necesita la voluntad episcopal para estructurar este renacimiento, para que las cosas avancen. Alrededor del obispo, en la catedral, trabajaría un grupo de laicos y de religiosos que, bajo la dirección artística de un profesional de la liturgia, practicaría una forma litúrgica tradicional. A partir de este centro, podrían irradiar religiosos y chantres que transpondrían el modelo de la catedral a las parroquias. Las cofradías, cuando existan, o si parece necesario se las puede erigir, podrían ser el vector de esta difusión.

Muy concretamente, habría que hacer cohabitar en la catedral varias formas litúrgicas. En una de las misas del domingo, experimental en un primer paso, se trataría de reencontrar este sentido antropológico tradicional de la liturgia. Muchas catedrales eran lugares con una gran tradición que conservaron hasta el siglo XIX cantos propios y ritos particulares. ¿Por qué no volver a darles vida? Se debería volver a dar uso a los altares mayores de las catedrales; suelen ser magníficos y ya no sirven.

PCB: Hay ciertos lugares, algunos monasterios, donde se celebran liturgias latinas. ¿Pero ha tenido usted una experiencia de reencuentro de los fieles con la liturgia latina en lugares de donde había desaparecido?

MP: Los fieles, en su mayoría, son favorables, las dificultades provienen más bien de los clérigos, aun cuando esta hostilidad patológica que manifiestan todavía los sacerdotes de cierta edad hacia la tradición se observa cada vez menos en el clero joven. De manera instintiva, los jóvenes religiosos sienten que han sido separados de la herencia cultural del catolicismo, herencia que les pertenecía de derecho. Sus mayores, por razones que se aclararán en las próximas décadas, han decidido, de forma deliberada, no transmitirles nada de lo que había constituido para ellos mismos la substancia de su educación litúrgica.

En los años futuros, cuando estos jóvenes adquieran responsabilidades, esta laguna, que se puede comparar con una ausencia de raíces, se manifestará de manera cruel. Representarán una fe cuya expresión litúrgica, que constituyó un conjunto coherente durante más de dieciséis siglos, les será totalmente extraña. ¿Qué representarán realmente? El vínculo físico con la tradición, garantizado por los mismos gestos y las mismas palabras de generación en generación, estará roto. Esta Iglesia, como un árbol sin raíces, estará muy expuesta a ser barrida como flor de un día apenas soplen tormentas centrífugas. La unidad cultural del catolicismo, de la que era expresión la liturgia, ya no existe.

En ocasiones, he reconstruido liturgias antiguas respetando cuanto era posible los elementos estéticos esenciales: escenografía, iluminación, ornamentos litúrgicos, y por supuesto, la música. Debo confesar que estas ocasiones son excepcionales, pocos sacerdotes comprenden esto porque hay muchos tabúes que transgredir. El del idioma, dado que el latín se ha convertido en un idioma de apestados dentro de la Iglesia de Roma; la fobia a apagar los micrófonos y a que no se oiga el mensaje; apagar las luces eléctricas y confiar en el sol si es la mañana o no tener miedo de la obscuridad por la tarde, no sentirse ridículo con vestimentas litúrgicas tradicionales; no estar obsesionado por el presunto mal humor de los fieles si se les sacan los bancos; e incluso si se encuentra un sacerdote lo bastante libre para pulverizar todos estos obstáculos culturales, todavía falta que sea capaz de proclamar el Evangelio y de entonar el prefacio. Pero lo que evoco aquí está relacionado con la investigación fundamental y exige una iniciación bastante larga de los actores litúrgicos: oficiantes y fieles.

Más en concreto, trabajo también en Córcega donde se han conservado algunos vestigios de las tradiciones litúrgicas populares del catolicismo. En la mayoría de las regiones, estas tradiciones locales han desaparecido. Pero donde se han conservado, ha sido por la acción de las cofradías que han renacido hace una década. Estas cofradías pueden ser un instrumento formidable, muy adecuado para que los fieles entren en la red de las acciones litúrgicas y caritativas. Resultan muy pertinentes, ya que quienes van a visitar a los enfermos son los mismos que cantan en la iglesia, participan en la procesión del Jueves Santo, se ocupan de la decoración de la iglesia. Algunas de estas cofradías, cuyo papel social se ha redescubierto en la actualidad, han conservado casi íntegramente bellos conjuntos litúrgicos en una forma anterior a las reformas de Pío X. Lamentablemente, en la mayor parte de los casos, sólo quedan vestigios. Nosotros las ayudamos a reconstituir oficios de los que han conservado apenas algunos elementos, integrando algunas de estas cofradías en los programas de investigación del CERIMMA. Naturalmente, para ello utilizamos sus antiguos libros litúrgicos, lo que a veces hace rechinar los dientes al clero local que desearía diluir estas tradiciones en las liturgias al supuesto gusto del día. Pero este resurgimiento de liturgias antiguas reúne a un gran número de fieles, mientras que las liturgias modernas de las parroquias no atraen a casi nadie. Si la Iglesia de Córcega llegara a solucionar de modo satisfactorio este problema, creo que se podría disponer de un modelo adaptable a otras diócesis. El regreso de las cofradías podría ser en las parroquias un elemento importante de renovación litúrgica.

PCB: ¿No hay, sin embargo, una dificultad técnica y cultural? Los católicos se han vuelto muy ignorantes de su patrimonio cultural. Hoy, la mayoría no conoce el repertorio gregoriano más común.

MP: Efectivamente, es un problema de cultura, es decir, de imaginario. Los católicos deben aprender a conocer las riquezas litúrgicas de los siglos pasados y para ello, en primer lugar, dejar de creer que no existen más que dos alternativas: o el ritual de San Pío V, completamente deformado por la estética impuesta por Pío X, o las liturgias que se les proponen en nuestros días donde el olvido de las liturgias antiguas ha sido erigido casi en dogma.

Esta amnesia programada por los responsables eclesiásticos durante los últimos treinta años ha creado una multitud de prácticas litúrgicas propias de cada país y comunidad lingüística. Asistimos así a la construcción de una verdadera torre de Babel. Los largos esfuerzos que nuestros ancestros habían hecho desde el siglo VIII para transmitir a los católicos un corpus litúrgico latino coherente y constituir un legado común a todas las naciones han sido dilapidados en tres décadas.

¿Qué hacer? En primer lugar, amueblar de otra manera el imaginario de los católicos, haciéndoles descubrir lo que realmente eran las liturgias de los siglos pasados. La Iglesia debería asumir todo ese movimiento extraordinario de relectura y reflexión sobre los criterios estéticos de las músicas litúrgicas antiguas; lamentablemente, muy pocos practicantes se han dado cuenta de que este movimiento los atañía en primer lugar. Los católicos deberían ponerse a la altura de su herencia cultural. Hoy cuando evocan el pasado de la Iglesia, más bien tienden a autoflagelarse y pedir perdón por la Inquisición o la cristianización forzada de los indígenas de América del Sur, como si el conjunto de los siglos pasados fuera totalmente negativo. Reconocer algunos excesos es loable, pero deberían aprender sobre todo a ver y a hacer amar la extraordinaria obra civilizatoria que el cristianismo ha aportado a la humanidad.

El estudio y la comprensión del patrimonio artístico del catolicismo son la única vía de acceso a una real reevaluación de las liturgias contemporáneas. Hay que dejar de creer que las formas de arte del pasado no pueden ser accesibles a los hombres de ahora. Justamente, este movimiento de descubrimiento de las músicas antiguas ha mostrado con claridad que las estéticas pasadas no sólo hablan a nuestros contemporáneos, sino que operan prodigiosas aberturas en las sensibilidades. Se revelan así nuevos matices de exaltación de las emociones y en la profundización del pensamiento. Sólo la práctica religiosa tiene el poder de transformar en celebración viva lo que no sería más que reconstitución museográfica. Por eso pienso que este inmenso interés que manifiestan nuestros contemporáneos por la restauración de las obras de arte, los monumentos y las músicas antiguas sólo resultará pertinente y podrá cumplirse en la liturgia. Los católicos deben aprender a conocer, a comprender, a implicarse, en una palabra, a vivir su patrimonio. Sólo a este precio podrán ser verdaderamente el fermento del mundo moderno.

Para que las cosas evolucionen, es necesario ocuparse de los niños. Las prácticas sólo cambiarán cuando los niños, desde el comienzo de su iniciación religiosa, sean educados en lo que se podría llamar una catequesis litúrgica. La catequesis y la iniciación litúrgica deberían ser una sola y misma cosa. Transmitir los grandes principios de la fe sólo es posible si el centro de la vida religiosa y de la experiencia estética es la liturgia. Habría que explicar a los jóvenes los principales textos latinos, al menos, los de las cuatro grandes fiestas: Navidad, Pascua, la Ascensión y Pentecostés, enseñarles la salmodia latina, vector privilegiado para la iniciación al latín y al canto. Los textos litúrgicos latinos más importantes deberían formar parte de la memoria de todos los católicos; de este modo, se podría seguir una liturgia y participar en ella dondequiera que uno esté, en Berlín, Praga o Nueva York. El conocimiento integrado de estos textos forma la base más sana de toda reflexión teológica. Naturalmente, la herramienta de esta memorización es el canto. A la pregunta de su hijo que le pide que defina el canto, San Agustín responde: «Cantar, es recordar».

Para enseñar, hacen falta educadores. ¿Quién va a educar a los educadores? Los sacerdotes que conocen la liturgia latina y que saben cantar son extremadamente escasos. Los católicos han olvidado que el primer papel del sacerdote es cantar la misa. Entre los orientales, puede haber sacerdotes cuyas voces están mal afinadas, pero es muy poco frecuente, porque como el canto es una parte constitutiva de su función, se preparan para ello desde la infancia. Es la razón por la cual todavía existen entre los orientales obispos con una calidad vocal que está a la altura de su cargo. Así, las bendiciones episcopales suelen ser de una increíble complejidad porque el obispo encarna una tradición litúrgica transmitida por el canto. Esta necesaria competencia musical del obispo existió entre los latinos hasta el fin de la Edad Media.

PCB: De acuerdo con usted, entonces, habría que formar litúrgicamente no sólo a los niños, a los fieles, al clero, sino y tal vez en primer lugar, a los obispos…

MP: En cada diócesis, debería haber un responsable que fuera un verdadero profesional de la cultura litúrgica. Su tarea consistiría, por un lado, en determinar concretamente cómo enseñar a los fieles a conocer las liturgias antiguas y a implicarse en ellas, y por el otro, crear toda una infraestructura que permita a la Iglesia sostener financieramente los oficios artísticos necesarios para el despliegue de los fastos litúrgicos. Porque no lo olvidemos, si bien la liturgia se dirige a todos los fieles, su ejecución en los grandes centros eclesiásticos, como son las catedrales, debe volver a ser un asunto de profesionales.

Fuente: M. Pérès, Reprendre à frais nouveaux la réflexion sur les traditions liturgiques, Reconstruire la liturgie ouvrage collectif, Claude Barthe, Jean Robert Armogathe, Godfried Danneels, René Girard, Michel Lelong, Ashraf Sadek, ed. F.X. de Guibert, Paris, 1997.

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